jueves, 4 de febrero de 2016

Carta de una judía.

Recuerdo que en esa foto había alguien delante de mí. Los soldados nos sacaron a voz en grito de las casetas. Yo pensaba que nos llevaban a trabajar.  Trabajaba de ayudante. No era muy fuerte, así que ayudaba a los demás  en sus respectivos trabajos.
No me llevaba bien con ninguno. Nos peleábamos porque nos preocupaba los que nos podía pasar . La mayoría de nosotros había perdido a sus padres. Por aquel entonces, solo era una cría. No tenía idea de lo que ir a las duchas significaba.
Tenía la absurda esperanza de encontrar a mis padres. Tenía la -no tan absurda- esperanza de que nos iban a sacar.
Pero tenía miedo. No nos daban apenas de comer. Los soldados eran crueles con nosotros. No eramos más que trozos de carne judía para ellos.
Dormíamos treinta personas apretadas en una sola cabañas. Los mayores desaparecían. Me sentía sola.
Solía tener una vida feliz antes de entrar en ese tren de mercancías. Todo lo feliz que puede ser una judía en una ciudad alemana. Con los tratos que recibíamos, la discriminación, las limitaciones.
Volvíamos a casa antes del anochecer bajo el toque de queda. Bajábamos de las aceras si alemanes pasaban. Llevábamos brazaletes con la Estrella de David. Marcados como si fuéramos ganado.
Mis padres eran polacos. Se mudaron a Alemania en el período de entreguerras, por el 1920. Todavía no estábamos condenados.
La noche que todo cambió, yo estaba junto con mis padres en el comedor, cenando.
Los soldados irrumpieron en el edifico. Las luces se encendieron, las puertas se abrieron, y el horror comenzó.
Nos metieron en coches de trenes abarrotados sin luz. Perdí de vista a mis abuelos, pero me abracé a mi madre.
Ella parecía entender lo que sucedía. Veía el terror en sus ojos. 
En todos estos años, no he podido olvidar esas esferas azules escrutándome con terror en ellos. Pero sus brazos me apretaban a ella, y dentro de todo ese caos, me sentí segura.
No tenía ni idea de lo que me esperaba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario